jueves, 8 de julio de 2010

Intempestiva


Las manos de una bella mujer, que baila cual judía hermosa,
cabello embrollado negro, labios de un rojo seductor, pero también de una ternura, tal cual pareciera un rojo atardecer.
Su blanca y pequeña cintura, juguetona, valentonada y blanca; limpia, pura, y un ombligo que hace perder el intrincado juicio de los caballeros, ombligo que da lugar y espacio a la cereza sugerente de tersura envidiable.
Sus ojos oscuros, su mirada enmarcada, su mirada tan altiva, incitante, sensual. Sus rasgos felinos le atribuyen una efigie atractiva, idealista, dueña de los más provocadores, deseosos y excitantes sueños de los enamorados poetas, locos a razón.

La Diosa te mira: te sonríe, te juzga, te hace el amor sin siquiera tocarte. Y tu te pierdes entre el éxtasis total e ineludible. Y poco a poco olvidas que caminas sobre la tierra y que las estrellas son vanas e imposibles de alcanzar.

Ella llega y tu tiemblas, tus labios no se serenan, tampoco dicen una sola palabra. Me miras y el coraje te azota, te llenas de valor, me acaricias el torso, el vientre, tus manos tan tibias y seguras, tus manos que suben lentamente hacia el placer y bajan y atan hilos de dicha y deleite. Eso que se siente, la gloria, el infinito. Tu mente, tu escenario real, tu anhelo esta allí, tu cuerpo se llena de demencia y vehemencia, hasta que terminas, y yo, yo no tengo nada más que dar, ya no hay nada más que dar. Y tu, mio, mio es tu cuerpo y nada más...
Y suya, suya tu alma, tu dicha, tu anhelo y tu adoración. Suya, de esa Diosa...
De la Diosa...
La Diosa Intempestiva.